Monday, February 01, 2010


Mi generación está tan llena de prejuicios como las anteriores

Mi generación me pareció alguna vez como “de vanguardia”, los que éramos adolescentes en los sesenta y setenta creíamos tener muy claro cientos de cosas, y pensábamos estar produciendo cambios importantes en lo social, lo político, y hasta en el arte y las costumbres.
Fue entonces que nació, creció y escandalizó el rock’n roll y todas sus variantes, el mayo francés, el hippismo, el cine de la “nouvelle vague”, el pop y el op, la bikini, la minifalda y nos tocó festivamente protagonizar el comienzo público de una visión más realista y menos pacata de las prácticas sexuales. Nos enfrentábamos a generaciones más conformistas y prejuiciosas, que nos acusaban de revoltosos e ilegítimos. Y avanzaba un proceso de politización a través de la “militancia” activa, ya que de una u otra manera todos los jóvenes crecimos en la discusión permanente de la realidad que creíamos interpretar o poder modificar.
Hasta la iglesia católica (sí, la misma) se había transformado en un motor del cambio. Hubo un concilio en el Vaticano, y a través de un par de Papas se hicieron cambios vitales en la liturgia, una manera de adaptarla a los cambios que sucedían en el resto del planeta. Creció la conciencia de la injusticia generada a través de las diferencias sociales, y los movimientos tercermundistas permitieron retornar al criterio solidario del núcleo original de fundamentación del cristianismo.
Aquella generación fue consciente de querer cambiar al mundo, y muchas de las cosas que sucedían parecían afirmarlo.
Hoy me pregunto si aquello era apenas producto de nuestra juventud. ¿Será que ser joven es estar enfermo, y por eso uno se pone a pensar así, pero en cuanto “se cura” la cosa cambia? Es que no rescato en la gran mayoría de la gente de mi generación la visión de lo que hubiere quedado como producto final de aquello que parecía tan vital y hasta casi necesario...
Encuentro ya hoy entre mis contemporáneos, sin embargo, visiones maniqueas para la realidad inmediata. Intolerancia y discriminación, fobias e interpretaciones tremendistas.
Al igual de lo que pensaban nuestros padres a quienes criticábamos y discutíamos, mis pares suelen pensar que los “chicos de hoy” son terribles (en el peor de los casos suelen agregar que tienen “falta de límites”), y que los adolescentes están descarriados y acuciados por la droga y el alcohol. Cada vez más se piensa en que habría “más justicia” si hubiera más penas y más duras, en lugar de apuntar a resolver las conflictividad social que da origen y es caldo de cultivo del delito y la delincuencia en general (algo que sí sosteníamos la gran mayoría de los de nuestra generación).
Estos viejos protestan por todo, cuestionan casi a mansalva y nada los convence, sostienen un pesimismo crónico y perdieron el sentido del humor. Como decía Luca, se transformaron en “viejos vinagres”. Y mejor que se los diga yo, que al fin y al cabo también soy uno de ellos.
No sé si será muy representativo, pero tal vez el mejor de mis ejemplos sea un amigo de la infancia con el que me crié y cursé tanto el primario como el secundario. Un niño rebelde y adolescente atorrante. Un librepensador y creativo que hubiera apuntado alto si en algún momento de esa parte de la historia que no compartimos y que por tanto desconozco, no pergeñara la hoy evidente tarea de transformarse en “prócer” y decidiera abrazar la religión, la política de derecha acérrima y una profesión con lustre. La contradicción es tan pero tan grande que uno de mis grandes placeres es poder ver cómo regulo el rojo de su cara cada vez que rememoro alguna de sus aventuras non sanctas que compartiéramos en el pasado. Creo que preferiría olvidarse, o no encontrarse conmigo, o poder “borrar toda señal de su pasado”.
Pienso que mi generación fue destruida en varios planos. Algunos están en las listas de desaparecidos, muertos en combate o asesinados. Hubo otros que se escondieron, cambiaron su rol social, se adaptaron a las circunstancias. Otros tantos, que poco se enteraban de lo que estaba sucediendo, siguen igual que entonces.
Siempre me dio la impresión de que muchos han tomado su vejez como la justificación para pensar distinto. Algo así como “era joven y estaba equivocado, pero crecí y fuí madurando”. A todos estos viejos recalcitrantes y olvidadizos de los placeres de su estancia joven, quiero traerles el recuerdo de un fragmento de una canción de un ícono de nuestra juventud, Joan Manuel Serrat, que sugería que “puestos a escoger prefiero un buen polvo a un rapapolvo, y un bombero a un bombardero, crecer a sentar cabeza; prefiero la carne al metal y las ventanas a las ventanillas; el lunar de tu cara a la pinacoteca nacional, y la revolución a las pesadillas.”
Muchos de los viejos de mi generación han recorrido un penoso camino: el que lleva a abandonar el ideal de justicia social, para sostener que la justicia llegue a ser –tal vez- un definitivo y lamentable sinónimo de ajusticiar.

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