Monday, September 14, 2009


DEMOCRACIA A LA ARGENTINA
Fuera de lo discursivo fácil, a los argentinos nos cuesta ser democráticos. Somos latinos y, como tales, queremos imponer nuestra idea, opinión o deseo. Y así funciona también la política.
¿Hay, hubo, habrá democracia en la Argentina? Mejor dicho: esto que practicamos en la vida diaria, en las instituciones y/o organizaciones, en las estructuras de gobierno que coexisten bajo distintas banderas, de punta a punta del país: ¿es democracia? ¿O es –apenas- la única manera que tenemos los nativos de vivir un gobierno entre todos? Y cuando me refiero a instituciones abarco todas las que se imaginen: clubes, consorcios, empresas privadas, familia, iglesias o estamentos corporativos de diversa laya...
Si miramos para atrás y pensamos en un concepto genérico del término democracia, no pareciera que la hubiera habido vez alguna entre nosotros.
Pienso que ni en los hechos ni en los dichos somos democráticos, de la manera en que suele llegar a practicarse en otros lugares del mundo, en los cuales se organizan las cosas de manera tal de encontrar una “media” gobernable a partir de conciliar distintas formas de pensamiento (si es que esto es real y posible, y cierto lo que se cuenta de que hay lugares en los cuales se toman decisiones con intervención de todos, y alto respeto por las mayorías y las minorías).
Sí lo he visto; en el cine, por ejemplo.
Soy viejo y no me arrepiento
Permítanme citar mi memoria como ejemplo. De chico, a fines de la década de los cuarenta, asistía a un jardín de infantes estatal en un pueblo del interior. Antes de entrar, nos hacían poner en fila y luego de tener que permanecer callados, ordenados y en posición de firmes (teníamos cinco años) entrábamos al salón al son de una marcha militar (Capibarí).
¿Era esto compensado de alguna manera por el ámbito de contención familiar, que pudiera corregir estos excesos educativos del sistema? Me parece que no: en los ambientes familiares latinos el principio rector del vínculo parental nunca se imaginó ni ambicionó como democrático: los adultos “habilitados” se dedicaban a regir la vida del resto de la familia.
Muchos de los “valores” que tuve que –supuestamente- asimilar durante mi educación primaria eran los de la obediencia, la memoria, el orden y la limpieza, la prolijidad, en fin... ninguno que tuviera que ver con la innovación o la creatividad. En el catecismo se encargaban de oscurecer mis conocimientos con ideas que trataran de neutralizar todo lo que se suponía salvaje en mi constitución (en realidad sólo humana).
En el secundario (también estatal) al que nunca debía olvidar asistir de traje y corbata, me explicaban que los que me educaban realmente eran mis padres, los mismos que aseguraban que me mandaban al colegio para educarme.
En realidad, todas estas organizaciones me estaban preparando para mi ingreso a la “colimba”, que era el lugar en donde me irían a entrenar para matar enemigos, siempre –por supuesto que- en defensa frente a los que “nos atacaran”. Y finalizara en el ejercicio de alguna profesión que prolongara y mantuviera tal establishment, y en la constitución de la propia familia para contribuir con la provisión de nuevos integrantes que colaboraran con el eterno ciclo de mantener el statu quo.
¿Estaremos a tiempo de arribar a una democracia?
¿Como llegar a ser legítimamente democráticos, con semejante formación (o deformación) de la propia conciencia?
Me vienen a la memoria cientos de hechos vividos en esta penosa realidad nacional que le tocara presenciar a nuestra generación: desde el famoso editorial de Mariano Grondona dando la bienvenida al Caudillo que finalmente se encontraba con su pueblo (sic) –Juan Carlos Onganía, autorreconocido enviado de Dios- hasta la reunión de dos autorreferenciados demócratas como Alfonsín y Menem en el Pacto de Olivos. Y ni hablar de otros enviados de Dios...
¿Nunca hubo democracia en Argentina?
Con motivo de las actuales penosas guerras de los medios contra los gobernantes (y no es la primera vez que nos sucede), sería muy interesante dar una vuelta histórica por la función de la prensa en el acontecer nacional. Y por citar un par, recordar la saga de “Crítica” contra el gobierno de Yrigoyen, a las publicaciones de Timerman auspiciada por militares golpistas, o a la actuación “funcional” de TODO el empresariado periodístico durante la última dictadura.
Este es un país en el que, como en cualquier otro, pululan las ideologías. La izquierda se mete en la democracia pero –como leí en un folleto partidario en las últimas elecciones- en realidad acceden a hacerlo para lograr que todo el poder vaya finalmente a los obreros, junto con las fábricas, el capital y los medios. La derecha quiere que vuelva la “mano dura” y que los ricos hagan tranquilos sus negocios. Los autodenominados demócratas que se perciben a sí mismos como “de centro” quieren vivir en paz a cualquier precio: tanto uniformando a los cartoneros como cerrando los boliches bailables a una hora que los decentes consideren lógica.
No me olvidaré nunca del gran resguardador de la democracia (de la Rúa) explicándome por cadena nacional que había decretado el estado de sitio.
Argentinos: apenas si nos toleramos a nosotros mismos
Somos bastante intolerantes del pensamiento, los hábitos y las diferencias ajenas. Tenemos una tendencia marcada a pensar que al otro le fuera fácil abandonarlas y logren finalmente “ser parecidos” a nosotros.
Siempre pensé que los cambios profundos en el tejido social son sólo posibles cuando se dan a través del tiempo y el cambio generacional. Miles de preconceptos que subsistían cuando yo era apenas un niño (y me sonaban absurdos, como ciertos protocolos y formalidades en los hábitos, la vestimenta o el juego social y laboral) dejaron de existir frente a mis propias narices casi sin darme cuenta, y sólo transcurriendo el pasar de los años.
Es posible que corriendo el tiempo seamos más demócratas. Uno de las condiciones va a ser, sin duda, el crecimiento de una generación de políticos un poco menos ambiciosa en pesos y poder personal, y más consciente del papel a jugar en el terreno de su propia realización profesional. Entendiendo la profesión de político como algo valioso no sólo a tal nivel ($+poder).
¿Se acuerdan de la muletilla “que se vayan todos”, que en la crisis del 2001 demostró ser atractiva para exhibir ante la prensa extranjera, a la manera de los grafittis del mayo francés del 68? ¿Qué tal si la reformulamos en una más rotunda y contundente consigna que auspicie algo así como “por el cambio generacional de los políticos y sus vicios, sus manías y sus ansias de poder personal?

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