Sunday, September 03, 2006

Mi cápsula del tiempo
La política argentina es tan divertida como patética. Si fuera posible, habría tantos partidos políticos como habitantes. Tanto la derecha como la izquierda suelen unirse dividiéndose, y no ha habido casi alianzas que no terminaran despareciendo. Son más los partidos políticos disueltos que los activos, y en general es difícil asegurar que un partido que tenga el mismo nombre siga siendo igual. ¿Es similar peronismo el de Cafiero, Kirchner, Menem y Chacho Álvarez? ¿Es el mismo radicalismo el de Alfonsín, López Murphy, Carrió y los gobernadores K?, ¿tienen algo que ver lo que piensen hoy con lo que pensaba Balbín, Alvear o Irigoyen ayer? ¿Es la misma izquierda la de Alfredo Palacios y la de Gorriarán Merlo? ¿Es la misma derecha la de Macri, Alsogaray, Martínez de Hoz y Blumberg?
Sin embargo, a la hora de las definiciones lo mejor sería embarcarlos en una única similitud: hambre de poder, ambiciones de sobresalir y liderar, maneras de alcanzar un prestigio y reconocimiento social que ninguna profesión alcanza a dar por sí sola.
Pero hay algo que también une a los políticos, y es no sólo el deseo de alcanzar el poder, sino de mantenerlo en el tiempo: ser reelegido. Dado que el presente es corto: ejercer algún tipo de manejo sobre el futuro. Y, de ser posible, acciones sobre ese incierto y en apariencia inmanejable futuro.
Perón había previsto que los jóvenes del 2006 tuvieran un mensaje a través del tiempo. Algo así como en The Lake House, donde Sandra Bullock enamora a un señor que vive en la misma casa dos años después, escribiéndole cartas, aquel presidente escribía el mensaje a los chicos de esta era para explicarles lo que estuvo haciendo ahí enfrente nomás, medio siglo antes, en esa casa pintada de rosa. Ni se imaginaba lo que podría pasar por la cabeza de un muchacho de esta era, con tal invitación, un sábado en pleno invierno para ir al centro a escuchar como le leen una antigualla política.
Pero la cosa fue peor: en cuanto echaron a Perón, sus enemigos acérrimos: militares, curas y amas de casa gorilas se encargaron de destruir todo lo que olía a peronismo, carta a los jóvenes del 2006 incluida. Resultado real: nunca nos enteraremos lo que decía. Claro que, en un intento de reconstrucción, parece que “otros” peronistas hubieran vuelto a enterrarla en la Plaza de Mayo, con acto ad-hoc previsto para el pasado 12 de agosto.
Cuando escuché los ecos de esta ceremonia, se me encendieron por dentro cientos de chips que me permitieron algunas asociaciones personales. Si bien había leído más de una vez sobre aquella cápsula del tiempo plantada bajo la Pirámide de la Plaza de Mayo, en una nota periodística actual me enteré recién ahora del fuerte vínculo que tenía el hecho con la “moda” surgida en la década del cuarenta en los Estados Unidos, que había llevado a guardar a buen resguardo pruebas de esta civilización. La certeza de la existencia de las consecuencias posibles de una guerra nuclear ya volvía paranoicos a los americanos y tal vez esa fuera una primera muestra de tal locura.
Pero ¿vieron lo que pasa con el alojamiento de memoria en el cerebro? Un tan buen elemento a la hora de rellenar ravioles, no es sin embargo imbatible a la hora de competir con los discos rígidos… así que me había olvidado de mi propia “cápsula del tiempo”.
Aunque, antes que nada, debo explicarles mi posición actual al respecto: el futuro me tiene sin cuidado y más bien me parece otra arrogancia humana: el logro de algún control sobre la posteridad en la que o bien ya no estaremos, o en el mejor de los casos no ejerceremos la menor de las influencias posibles por ser antiguos, estar fuera de ejercicio o por lógica inhabilitación físicomental. Claro que la prepotencia humana no conoce límites e imagina que podemos lograr algún tipo de manejo desde aquí. Con esa sola idea Spielberg se llenó de guita al producir sus tres Back to the Future, una doble proyección en cada butaca: la del film y la del propio espectador al que le encantaría meterse en el pasado de sus viejos y en el futuro de sus nietos.
Hacia el manejo de tal tendencia arrogante se dirigen, por ejemplo, los testamentos, las órdenes perentorias sobre “qué deberá hacerse con mi cadáver”, el marketing de los cementerios privados, y… en fin: todo lo que hace el hombre para querer perdurar a través de sus manejos post-mortem.
Y ahora les cuento lo que tengo grabado de mi propio pasado: la tarde que hice mi propia pretendida incursión en el futuro. Fue el día en que descubrí un agujero en el piso del comedor de mi casa. Se trataba de esos pisos tarugados que descansan sobre tirantes y que tienen debajo un falso sótano. Un listón se había apolillado (la casa era muy vieja) y el orificio, de unos tres centímetros permitía a mi imaginación darle alguna transcendencia (¿a dónde iba, dónde terminaba, con qué comunicaba?). Aunque la nueva fantasía (depositar un mensaje para la posteridad) recién ahora caigo en la cuenta de que estaría alimentada por aquella vocación presidencial de poder comunicarse con “el futuro” a través del entierro de datos.
Mi modestísima cápsula era un tubo transparente de vidrio o tal vez de plástico, de los que se usaban por entonces para envasar medicamentos, bastante antes de la invención de los blisters. En un papelito muy chico puse un mensaje escueto: “Soy Juan Carlos, y vivo aquí, tengo 11 años, voy a la Escuela Normal y me gusta mucho el rock and roll.” Mi fanatismo musical por entonces alcanzaba ciertas cimas casi absurdas, dado que algo más romántico que la adolescencia es la preadolescencia, no cabe duda. ¿Una prueba? Mis tíos vivían en un tercer piso, al que sólo se accedía por una complicada escalera caracol de mármol, típica de las construcciones anteriores a la existencia de la propiedad horizontal. Cuando iba a visitarlos y subía por aquella enmarañada escalera, imaginaba que podía caerme y para exorcisar tal posibilidad canturreaba rocks, en general See you later, alligator, mi favorita. Además, pensaba de que si el conjuro fallaba y me moría, sería cantando mi mejor rock.
Volviendo a mi cápsula, cientos de veces me he preguntado si hoy permanecerá allí, y en ese caso si la encuentran si el texto habrá permanecido algo legible. Mi hermana estuvo de visita en la casa hace poco tiempo y me sorprendió al contarme que “casi todo permanece igual” que cuando vivíamos allí, hasta 1960. Pensé si en ese “casi” se incluiría el lugar, el agujero, o la cápsula.
Mi fundamentalismo en el desechar cosas viejas hace que conserve escasas cosas de mi pasado: apenas si algunas fotos. Ni cuadernos escolares, ni mis originales de viejos escritos, ni mis publicaciones, ni siquiera mi libreta matrimonial. Me pregunto qué sentiría de encontrarme con lo que imagino una intrascendencia redactada nada menos que cincuenta años atrás. ¿Tendría similar reacción que la que aguardaban quienes asesoraron a Perón en 1948 para que enterrara aquel mensaje a los jóvenes de hoy?